La Mansión McMilard
Los dorados rayos del Sol atravesaban la inmaterial figura del espíritu de Vincent mientras este surcaba el cielo por encima de los tejados de la urbe dejando tras de si el hilo de plata que le unía a su cuerpo físico. La forma astral del mago viajaba, invisible para cualquier ojo normal, a la velocidad del pensamiento en dirección a la mansión donde antes vivía la joven Lucienne, cuya Vida brillaba como si de una pequeña luciérnaga se tratase en el interior del alma de Vincent. Al no haber viajado la muchacha nunca de su mansión a la del noble no le quedo otro remedio a éste que buscar la localización de esta en un mapa. Desde el cielo pudo distinguir muy bien la ruta que debía seguir, y aunque no viajó tan rápido como podría haberlo hecho de conocer personalmente el trayecto al menos no tuvo que experimentar la incomoda sensación de moverse entre la gente y a través de los edificios de la ciudad, ya que esto provocaba una extraña sensación de observar sin ser visto que no llegaba a agradar del todo al hechicero, y más aun sabiendo que quizás otro de similares talentos podría percibir su presencia y aprovecharse de su vulnerable estado. Mientras estaba sumido en estas reflexiones llegó a los terrenos de la mansión familiar de los McMilard.
En los recuerdos de la joven Lucienne la mansión siempre aparecía como la recordaba de niña. Un pequeño trozo de paraíso en forma de mansión de construcción bastante reciente, con paredes blancas, ladrillos de un brillante color rojizo, elegantes ventanas de marcos de maderas nobles y embellecida por un hermoso jardín repleto de flores en el centro del que se alzaba un pequeño invernadero acristalado en el que crecían plantas exóticas. Cuando Vincent la vio en su estado actual apenas pudo reconocerla, aunque una pequeña vibración en su interior que reconoció como un estremecimiento por parte de Lucienne le confirmó que no se había equivocado. Las paredes de la mansión estaban manchadas y corroídas por la humedad, los ladrillos habían perdido su brillo y se habían tornado del color de la sangre seca y la madera de las ventanas se había ennegrecido. Pero era el jardín lo que más había cambiado y lo que otorgaba al conjunto un aire tétrico y decadente. La tierra aparecía yerma o estancada en diversas partes y allí donde quedaba vegetación esta eran malas hierbas que habrían asfixiado totalmente cualquier flor que osase crecer ahí, y en medio de ese triste espectáculo, donde antes se alzaba el precioso invernadero, yacía ahora un montón de cristales y listones metálicos y de madera sobre los que una planta trepadora de aspecto inusualmente siniestro se había desarrollado.
Movido por un impulso que le brotaba de su interior Vincent lanzó su forma astral a través de la cristalera del salón principal, que a pesar de las telarañas que cubrían la antaño resplandeciente lampara que colgaba del techo y de algunas manchas de humedad en las paredes mantenía su aspecto señorial debido principalmente a los retratos de la familia y los trofeos de caza que ornamentaban las paredes. No encontró ahí a quien buscaba y sin pararse a pensar, guiado por los recuerdos de Lucienne atravesó las paredes para recorrer la desordenada biblioteca, el deshabitado comedor y casi la mitad de la planta baja cuando de repente se cruzó con una sirvienta de aspecto descuidado y sucio que llevaba, con un gesto agrio en la cara, una bandeja con comida por las escaleras hasta el piso superior.
En los recuerdos de la joven Lucienne la mansión siempre aparecía como la recordaba de niña. Un pequeño trozo de paraíso en forma de mansión de construcción bastante reciente, con paredes blancas, ladrillos de un brillante color rojizo, elegantes ventanas de marcos de maderas nobles y embellecida por un hermoso jardín repleto de flores en el centro del que se alzaba un pequeño invernadero acristalado en el que crecían plantas exóticas. Cuando Vincent la vio en su estado actual apenas pudo reconocerla, aunque una pequeña vibración en su interior que reconoció como un estremecimiento por parte de Lucienne le confirmó que no se había equivocado. Las paredes de la mansión estaban manchadas y corroídas por la humedad, los ladrillos habían perdido su brillo y se habían tornado del color de la sangre seca y la madera de las ventanas se había ennegrecido. Pero era el jardín lo que más había cambiado y lo que otorgaba al conjunto un aire tétrico y decadente. La tierra aparecía yerma o estancada en diversas partes y allí donde quedaba vegetación esta eran malas hierbas que habrían asfixiado totalmente cualquier flor que osase crecer ahí, y en medio de ese triste espectáculo, donde antes se alzaba el precioso invernadero, yacía ahora un montón de cristales y listones metálicos y de madera sobre los que una planta trepadora de aspecto inusualmente siniestro se había desarrollado.
Movido por un impulso que le brotaba de su interior Vincent lanzó su forma astral a través de la cristalera del salón principal, que a pesar de las telarañas que cubrían la antaño resplandeciente lampara que colgaba del techo y de algunas manchas de humedad en las paredes mantenía su aspecto señorial debido principalmente a los retratos de la familia y los trofeos de caza que ornamentaban las paredes. No encontró ahí a quien buscaba y sin pararse a pensar, guiado por los recuerdos de Lucienne atravesó las paredes para recorrer la desordenada biblioteca, el deshabitado comedor y casi la mitad de la planta baja cuando de repente se cruzó con una sirvienta de aspecto descuidado y sucio que llevaba, con un gesto agrio en la cara, una bandeja con comida por las escaleras hasta el piso superior.
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